martes, 9 de octubre de 2012

Ensayo sobre una siesta en que nadie moriría jamás

Monet


El vapor de los cristales de arena renació al salir el sol de Tunuyán y me pregunté, tal vez escaso de tiempo o presionado por la distancia recorrida, si podría ser como el agua y no morir nunca. Transformarme en gas o líquido, o esconderme sólido en congelados continentes, ser hielo y risa, alcohol y sangre.  
No hay ilusión mayor que la de reencontrarnos. Ilusión que revive en la esperanza de redención, despertar en un estado distinto, sublime.  Todos compartimos el mismo miedo y enfrentamos el frenesí de los años sin pensar en puntos finales y renuncias eternas. 
Y me persiguen los miedos de la infancia, tan reales en el paso del tiempo. Me persiguen también en las siestas en que exaltado me despierto, y con el latido acelerado de mi innoble corazón extiendo un brazo al aire, con el puño abierto, tratando de tomar algo que ya no tengo y cierro de repente mi mano, pensando que salvo a todos del inevitable momento y que voy a vivir para siempre, junto a los míos que hoy están, junto a los míos que lágrimas han sido
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Y recuerdo en cada luz del amanecer la reproducción de su alma en el piso y el frío de mi mano acariciando un último saludo.

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