sábado, 26 de marzo de 2011

Y las flores aun...

Fue un martes por la mañana, previo a dirigirse a su habitual entrevista de todas las semanas. "Una vez que este cauterizada esa insana obsesión, volverás a tener una vida social normal". Esa frase resumió el encuentro.

Maletín en mano, se encaminó hacia lo de un amigo en las cercanías. Entre tazas de café y la ansiedad de fumar un cigarrillo (previa prohibición de terceros) confesó su humilde sensación de repulsión cariñosa con una expresión carente de sutileza alguna: "siento asco cuando recibo expresión de cariño alguno". Su amigo bebió un largo sorbo del café, dejó la taza en la mesa y finalizó la conversación excusándose en próximos compromisos.


Monedas justas para el micro y los auriculares incrustados en los oídos, esperando para volver a casa y seguir con la rutina, un hecho poco frecuente bifurcó el camino. Al mirar una flor solitaria en un jardín de yuyos se dijo a si mismo "las flores de la primavera aún no se marchitan". Con la musicalización de fondo de una famosa melodía de Gardel interpretada por un cuarteto de cuerdas el micro llegó.

Creyó que fue una simple casualidad. Las altas temperaturas quizás hicieron que esa flor siguiera estando viva a pesar de la época del año, porque otra explicación lógica no encontró y que todas las hojas de la arboleda de la ciudad se hayan fugado con los vientos de abril no lo hizo cambiar de opinión.


Caminando por su barrio, luego del viaje, una vez más, en un jardín ajeno al cual nunca prestó atención, se presentó una situación similar. Una flor solitaria abandonada entre plantas descoloridas y desgraciadas, brillante a causa del sol, lo saludó al pasar. Siguió su caminó y repitió, mientras Blind Faith sonaba en sus orejas: "las flores de la primavera aun no se marchitan".

Llegó a casa ignorando todo efecto de lo que aconteció previamente. Bebió dos vasos de agua para aplacar la sed, comió unas galletas y cargando el cuaderno en la mochila, cerró la puerta y se fue.


El resto del día no tuvo sobresaltos y olvidó por completo el evento de las flores. Volvió a casa exhausto, aturdido por el cansancio de una larga jornada.


Antes de dormir es habitual en él que salga afuera de casa a buscar alguna que otra estrella invisible en el cielo y prender el último cigarrillo del día. A la mitad de su tabaco, luego de exhalar y buscar formas en el humo, su mirada y su cuerpo se dejaron llevar por el instinto. Dio media vuelta, moviendo las secas plantas del cantero, encontró una flor solitaria igual a las demás. Se detuvo el tiempo por una fracción decimal de segundo, en la que repitió la misma oración que pensó las anteriores ocasiones. Pero esta vez tomó la flor, la apretó fuerte en su mano y la desintegró en pedacitos pequeños en el suelo.


Su sueño se interrumpió por la luz. Aun no amanecía. Sospechó que era el fin. Preparó su habitual bebida y escapó hacia el patio. Bajo un árbol iluminado por la luz del sur, proveniente de un lejano acorde, que se mezclo con el frío, el café, la garganta raspada por el humo y la frecuente ansiedad; se despertó con ganas de enamorarse

martes, 22 de marzo de 2011

Sobre irracionalidades y la aceptación de la no eternidad

He creído por momentos que los contenidos más risibles y también los menos lindos han sido oídos por mi persona. Suelo conservar la integridad con el sol pero como todos en las noches me pierdo en la anarquía de la soledad y lo que realmente somos o nos gusta ser o tal vez no nos gusta ser pero es así, tal cual se presenta. Algunos actos de locura como colocar la mano en la pared y marcar con su contorno con una lapicera de trazo fino, carecen de sentido. Si toda la pared verde claro merece ser marcada con mi mano derecha pues no es mi culpa, algo sobrenatural lo exige.

De esas cosas naturales que no sabemos interpretar porque nos consumió lo artificial, de aquellos conflictos internos que producen una impotencia que nos reduce a basura cósmica, a "canciones tristes para sentirse mejor" o entregarse a la fe y preguntarnos cosas sin respuesta. Ser irracionales para descargar energía es la mejor solución, eso es pleno goce interior en situaciones que superan el entendimiento, esa sensación de eternidad juvenil, la inmortalidad que nos autoriza a perder tiempo, el tiempo que se va y los momentos instantes que se ubican en lugares no comunes de la decodificación propia.

Hace unos años tuve la oportunidad de presenciar un sufrimiento sumamente humano cargado de años de pena. Fácil para el observador, destructivo para el que lo lleva en sí. Saqué lo mejor que pude de aquello que traté de entender. Años después todo vuelve, en símbolos no tan cercanos pero se presenta de manera similar y ver algunos que pierden la capacidad de reír espontáneamente porque los errores humanos se llevan algo que uno quiere, tantas cosas que podríamos cambiar, evitar, solucionar, enaltecer.

Escribí un cuento al respecto, inspirándome en estados de facebook de una persona que es contacto de la red social (digo contacto, porque "amigos" es un término un poco bastardeado). Tal vez nunca sepa que la historia de un cuento sencillo de alguien que no es escritor surgió de su sufrimiento en forma de poesía que regala de vez en cuando, para dejar algo y que los demás sepan que es lo que pasa; comparto el modo. No es común que la muerte de alguien que uno no alcanzó a conocer (nos cruzamos una vez compartiendo una mesa en la facultad, nada relevante, es común que uno hable con los otros compañeros que vienen a rendir y no se conocen entre sí) alcance un valor simbólico tan amplio y me sorprende a mi mismo. Tal vez fue la ocasión, el momento, la época, una conjunción de cosas, el fin de año, vacaciones y filtrar a varios que me hicieron sufrir. Vuelvo a escribir sobre irracionalidades: otra que veo y la llama al celular para ver si le atiende, esperando que conteste alguien que ya no existe, que no atenderá nunca. Su desesperación momentánea habrá sido desconsoladora. Yo haría lo mismo, vale la pena intentarlo.






viernes, 18 de marzo de 2011

De aquellos días que recuerdo

Caminábamos, mientras robaba flores de los canteros. Con algo de astucia y a veces a vista de la vecina que no podía creer el robo sin justificación. Nos reíamos, mientras juntaba las flores y el ramo se iba conformando de diversos colores, matices, primavera eterna, historia de cualquier novela romántica.

Naná, hábil como mariposa entre rosedales, me tomaba la mano para no soltarme nunca; en su interior un juego de pasiones ansiosas desdibujaban la realidad. Cruzamos Cipoletti y nos sentamos en un banco de cemento de la plazoleta Sarmiento, mirando a los que esperaban el trole, con las miradas al piso y el día gris sin lluvia, invitando a la depresión urbana. No nos dejamos llevar, nos miramos y creímos. Fue entre besos y calumnias a la moral cuando me dijo que movamos los pies en dirección sur, pero uno en una vereda, el otro en la otra. Sin comprender, acepté.

En la repartición de suerte con las manos, me tocó la vereda este. Naná caminaría por el oeste. Comenzamos la aventura, mirándonos entre los árboles, entre los transeúntes del boulevard, entre los autos de las calles, que en ambas direcciones circulaban, y nos hacían perder nuestras vistas recíprocas de deseo inmutable. No importa si el cuadro no se entiende, si es que los colores exaltan los sentidos, los dan vuelta, los acribillan y la sangre se revuelve. Era así, entre nosotros el juego y el resto del público.

Cuando cruzamos Moldes, esperando el semáforo a favor, el viento sopló fuerte, desmedido y levantando las hojas caídas víctimas de la tormenta del día anterior; como si fuera un zonda sin fundamento, porque lo reconocería en sus intenciones efímeras. Ahí vi sus ojos entre el otoño adelantado, como un símbolo de la perfección de la vida, adelantando el fin de las cosas.

Seguimos, como si nada pasara, entre las hojas elevadas en el aire. El sol del atardecer entre nubes listo para esconderse entre las montañas. Me hubiera gustado verla a ella con el sol de frente, para poder apreciar como hace que el día se vuelva brillante.

Llegamos al final, donde termina o donde empieza, dependiendo donde sea el punto de partida. Nos juntamos en el medio, tres besos, un abrazo y volvimos por el sendero calle abajo. Las nubes amigándose en el cielo.

lunes, 14 de marzo de 2011

Paloma

Paloma tiene alas. Estoy seguro que sabe volar. Asiente con la cabeza. Le di serias instrucciones sobre la ubicación de cada volumen, colección, libro, álbum, todo, para que no pierda tiempo en la operación y logre con total éxito la misión encomendada.

Tiene alas; sabe algo. Juega con los colores porque aprendió a utilizar los pinceles hace algunos años y guarda en su juventud las ansias que se van perdiendo con los años. No la envidio, compartimos algo que no conocemos y por eso de vez en cuando volvemos a encontrarnos, como en secreto, para no despertar rumores y en silencio, porque el ambiente nos inunda con sus sonidos y la música que cada uno escucha.

Nos comunicamos sin estar. No miro el reloj y desconozco si ella lo hace. No importa cuando tenemos un plan que llevar a cabo: iremos configurando lugares imaginarios para encontrarnos, dividir el botín, hablar de Oliveira y la Maga, de las calles de París que no conocemos pero que hemos caminado más de una vez.

Paloma tiene alas; la realidad. Se discuten las leyes de la física pero no interesa lo concreto cuando lo real es algo imaginario en un mundo que existe pero que solo dos pueden ver.