Eramos dos,
pero me sentía uno solo entre tantas ausencias. Tal vez era probable
contabilizar cuatro más, pero eran perros, y eso no cuenta como compañía si no
es el de tu casa y todos los días. Fue un fin de año atípico, con un sentimiento
de soledad superior a tiempos anteriores, algo que no se puede describir, esa
depresión que genera la falta de amistades profundas o la falta de sensibilidad
de uno. También un poco más intolerante que de costumbre, y puedo acusar al
cansancio del trabajo y la rutina por los efectos sociales, pero es un concepto
vago e impreciso que roza lo injusto.
Como
estábamos juntos no podía sostener la idea de que estar solo. ¿Cómo es
posible? se pregunta uno ante la adversidad y como me dijeron anoche (y cada
vez creo más en los desconocidos) vivo en mi mundo feliz. Lo de feliz podemos
refutarlo pero mi mundo me sostiene. ¿Qué será vivir en mi mundo? Planteado
desde un punto de vista individual y ajeno, porque todos tienen su mundo si
tengo yo el mío, esto vendría a ser como una abstracción que hace las veces de
mecanismo de defensa (mis disculpas para los licenciados en psicología, que tal
vez puedan aportar datos a la cuestión) ante lo externo que ataca o lastima. Y
tal vez, no hay que caer en vacíos, lo externo no ataca, no lastima, no condena: somos nosotros quienes destruimos
lo exterior y culpabilizamos a todo eso exterior como responsable de nuestras
penas y dolores, angustias y sentimientos difusos.
Parece
imposible definir con precisión, pero no es el final de un año el que destruye
los objetivos no cumplidos. Me parece justo para no llenar de pólvora mi sien,
que te hagas cargo de tus errores y veas, que acá, tirado en el pasto y viendo
el agua correr, y sin cigarrillos para matar los segundos, me siento solo. Y
como somos dos, una brillante ocurrencia viene a mi como una lluvia oportunista
de enero: Hola.
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